miércoles, 3 de octubre de 2007

Siempre listo

La sensación cálida de protección que sintió al encontrarse entre sus viejos compañeros se desvaneció pronto. Al principio, y un poco antes de la reunión de aniversario, recordó las noches de lluvia en el sur, cuando no eran más que adolescentes tiernos compartiendo la mínima protección de una vieja y pesada carpa de lona. Había noches inclementes y el agua caía densa y pesada, pero la proximidad entre los ocho de la patrulla y la convicción de que las estacas estaban bien puestas, las cuerdas (vientos, se llaman vientos, recordó con cierta vergüenza retroactiva) bien tensas y las canaletas bien hechas imponían tranquilidad y confianza. Sentía el ruido de la lluvia, olía la humedad de la tierra, veía la penumbra de la carpa y los relámpagos que la interrumpían cada tanto.

Quería ver a los de entonces. Habían pasado más de 15 años desde su partida deshonrosa de los scouts. El tiempo había convertido sus recuerdos de esos años en la fábula idealizada de un grupo de hermanos enfrentados a la naturaleza, librados a sus propios recursos en medio de parajes indómitos. Muchos se reían de él cuando contaba que había sido scout. “Pero éramos como un grupo de hermanos que crecíamos juntos aprendiendo a sobrevivir”, se defendía. Luego contaba cómo acampaban, cocinaban, hacían sus propias cocinas con barro. “Podíamos hacer fuego con leña recogida del suelo, sin cortar árboles, y con un solo fósforo”. Podían reírse de los uniformes, de las canciones, de los gritos y de esos palos con puntas, banderines y pieles (báculos, se llaman báculos), pero había algo que él defendería siempre. Eran esas semanas del verano en que vivía en una familia sin padres, en que él y los otros aprendían a vivir por su cuenta.

En un principio, no lo había reconocido. El mismo se descolocó cuando uno de los organizadores del encuentro de viejos scouts le tendió la mano izquierda. Confundido y avergonzado, retiró la mano derecha y estrechó la izquierda del anfitrión. Creía recordar todo y se le había ido un rito tan cotidiano como el saludo con la izquierda entre los scouts. “Porque es la mano del corazón”, se explicó, intentando compensar el olvido. Su expulsión fue cuando aún no terminaba de crecer. Era más bajo y delgado, algo frágil. Ahora medía unos cinco centímetros más que el más alto y , sin ser atlético, su estampa sugería una tonicidad que muchos a su edad ya habían perdido. Sus ex compañeros la habían perdido. Los ágiles de entonces, los que subían a los árboles, los que ganaban las competencias, los que campeaban en esas horrendas peleas de pañolines (sí, eso era algo que no le gustaba entonces y que no defendería jamás), eran ahora hombres ya adultos, cansados, de hombros caídos y barrigas asomadas. Algunos lucían calvas incipientes. Aún así, el reconoció a cada uno de inmediato. No pudo dejar de concebir una sentencia pretenciosa. Pensó que los signos de la vejez son más predecibles, que no logran esconder los rasgos donde se manifiestan. Hacerse viejo, siguió diciéndose, es mucho menos sorpresivo que hacerse hombre.

Hacerse hombre. “Tienes que hacerte hombre alguna vez”, le dijeron en ese consejo donde le notificaron su expulsión. No se llamaba consejo, tampoco reunión, ni cónclave, ni aquelarre. Era algo más que no recordaba y esta vez le resultó exasperante. Se dio cuenta de que no había puesto atención a lo que decían los oradores de la ceremonia, tampoco de cómo habían pasado del patio del colegio a un auditorio donde los discursos se alternaban con mensajes de otras partes del mundo hechos llegar por internet, diaporamas y gritos de patrulla. De pronto, todos se pusieron de pie. Uno de los organizadores anunció que era el momento de cantar el himno de la tropa. Un adolescente que estaba en su misma patrulla presentó un nuevo arreglo musical para el himno, grabado por el mismo. Pulsó teclas en un reproductor de Cd y por los parlantes salió una melodía que él no reconoció. El arreglo era muy distinto del original. Llegó el momento de la primera estrofa. Estaba listo para cantar, pero no recordó el primer verso. Tampoco los que siguieron. Adivinó algunas palabras y movía los labios tratando de aparentar. Ya llegaría el coro. Cómo olvidarlo. Decía.. decía.. Aquí viene. No. Tampoco recordaba el coro. Cerró los labios y fijó la mirada en un punto indistinto del muro frente a él.

Cuando terminó el himno, se fue sin despedirse de nadie.

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