El Paipa lo alcanzó corriendo mientras gritaba “Jota Erre, Jota Erre”.
El no giró la cabeza inmediatamente, con la esperanza de que no fuese el aludido, aunque tenía la certeza de que así era y ya había respondido internamente al sobrenombre que sus compañeros le dieron de adolescente.
- Jota erre, ¿te lateaste también?-, preguntó el Paipa ofreciéndole la mano izquierda. Esta vez, él no se equivocó.
Mientras escrutaba el rostro de su inesperado interlocutor, recordó el origen del sobrenombre Paipa. Hernán Carrasco iba a cada excursión, paseo y campamento provisto de una buena ración de sopaipillas que su madre freía e introducía en su bolso envueltas en una servilleta transparentada por el aceite. Carrasco fue primero el Sopaipilla, luego el Sopaipa y, finalmente, el Paipa.
- Paipa, cómo estás.- le preguntó fingiendo interés y palmoteándole suavemente un hombro mientras estrechaba su izquierda.
- Acá, poh Jota Erre. Tan lateado como tú, me imagino. ¡Puta la huevá fome el acto! ¡Podríamos haber hecho algo de noche, un carrete con copete, con minas, no sé. Un asado en la casa de algún guatón pelado que esté ganado plata como ingeniero, abogado o médico. Y a todo esto, Jota Erre, ¿qué estái haciendo tú?.
- Soy traductor francés – español.
El Paipa hizo el ademán de responder algo, de emitir un comentario, pero se detuvo incómodo. No sabía qué decir.
- ¿Y tú Paipa, qué haces?, dijo él para distender.
- Puta, acá, pues, Jota Erre. Haciendo negocios, dedicado a los seguros.
- ...
- Vendo seguros, la verdad. Mira acá está mi tarjeta, me puedes ubicar y te puedo encontrar un seguro que te convenga en la semana. Y a lo mejor tienes amigos que me puedas referir.
- ¿Referir?
- O sea, que me pases sus teléfonos, esos son los referidos.
Tomó la tarjeta y simuló prestarle atención. La guardó en su billetera, adoptó una sonrisa artificial y extendió su mano al Paipa.
- Bueno, pues Paipa. Un gusto haberte visto.
- Oye, Jota erre –dijo el Paipa, dejando inconcluso el ademán de despedida con que iba a responder- ¿estás muy ocupado? ¿Por qué no vamos a tomarnos un copete por acá cerca? Esta ceremonia latera me dejó con muchas ganas de chupar.
No supo por qué respondió que sí. Quizás porque no tenía nada que hacer o no podía pensar en algo mejor. El Paipa lo guió a una fuente de soda cercana al colegio. Recordó las veces que, mientras esperaba la micro de vuelta, en la oscuridad del horario invernal, se asomaba al interior del local, con una mezcla de miedo y fascinación ante la visión de hombres envueltos por nubes de humo de cigarrillo, frente a varias botellas de cerveza vacías o a medio vaciar en cada mesa y algún partido de fútbol en un pequeño televisor en uno de los rincones del lugar.
La escena era distinta esta vez, quince años más tarde. El televisor era más moderno y el aire, menos viciado. “Probablemente la hora”, pensó, reparando en las parejas sentadas a las mesas, algunas de ellas acompañadas por uno o dos niños que bebían Coca Colas de las botellas con bombillas. El Paipa pidió una piscola. El preguntó si seguían vendiendo cervezas en botellas familiares. Le dijeron que sí y pidió una para él. “siempre tuve ganas de tomarme una de estas aquí”, dijo. “Lo que es a mí, de la piscola no me mueves”respondió el Paipa”. “¿Tú fumas Jota Erre?” Adivinó la intención de la pregunta y le alcanzó un cigarrillo.
Cuando llegaron sus tragos, el Paipa retomó la conversación en el punto de su lealtad a la piscola. “Claro que si me gustara el whisky, no tendría cómo”.
- ¿Cómo? –le preguntó desorientado.
- Que yo pura piscola, pues, Jota Erre. Y si me gustara algo más caro, no podría comprármelo.
- ¿Está mala la cosa?
Se arrepintió de la pregunta antes de terminarla. No quería escuchar la historia de la vida del Paipa y cómo había llegado al lamentable estado en que se encontraba.
De adolescente, luego de haber atravesado el período de humillación que da origen a la mayoría de los sobrenombres juveniles, el Paipa comenzó a llevar el suyo por derecho propio, incluso con orgullo. Cualquier relación del apodo con las sopaipillas y lo que hubiesen representado, quizás la siempre denostada sobreprotección materna, se había borrado con el tiempo y el desarrollo físico de quien lo detentaba.
Entre los trece y los dieciséis años, la apariencia esmirriada y desvalida del Paipa en su pubertad había mutado hasta convertirse en una estampa a medio camino entre lo robusto y lo atlético. No tenía las proporciones que permiten adivinar la dedicación sistemática a un deporte, como las piernas de los futbolistas o las espaldas de los nadadores, pero sí la suficiente tensión muscular para hacer del Paipa un ganador consuetudinario en las competencias de las clases de gimnasia y las pruebas de destreza física de los scouts. Su rostro era viril, de rasgos toscos sin perder del todo la armonía. Su nariz gruesa, sus pómulos salientes, su mentón ancho y recto se combinaban en un aire de desafío, dominio y seguridad en sí mismo.
Por cierto, esto atraía fuertemente a las mujeres y el Paipa lo sabía. Fue el primero en empezar a besar chicas de los liceos cercanos y del mismo grupo scout, que a su vez también eran alumnas de los liceos cercanos. Tuvo sexo en carpas, baños y salas de clases. Se contaba por ese entonces que incluso lo hizo en una micro, aprovechando las ventajas del jumper de una de sus novias, siempre eran unas cuantas al mismo tiempo, y de la aglomeración que se producía en el transporte público en las horas punta. Cerca de la graduación, se había convertido en una pequeña leyenda del colegio y sus alrededores. Que se había tirado a dos profesoras juntas en un baño, que se había bajado cinco botellas de pisco sin parar y que incluso se había inyectado pisco en los testículos. Recordaba esas historias en la fuente de soda, escuchando al empequeñecido Paipa de ahora y se reía para sus adentros, mientras fingía interés en el relato.
La trayectoria que la vida del Paipa describió entre su juventud de dimensiones mitológicas a la triste miseria de su adultez no tenía nada impredecible. Poco tiempo después de su egreso de enseñanza media, una de sus pololas quedó embarazada. Se casó obligado y trabajó como vendedor en el negocio de su suegro, una pequeña fábrica de acoplados para autos. Nunca fue fiel, tuvo muchas amantes y más hijos, cuatro en total, con tres mujeres distintas. También persuadió a un puñado de amantes ocasionales y a otras algo más estables para que abortaran. Quizás tuvo más hijos, pero no se enteró. En su primer y único matrimonio trató de mantener ocultas sus relaciones, pero lo descubrieron cuando la amante que tuvo su tercer hijo fue con el bebé de meses hasta la fábrica de su suegro a encararlo y exigirle ayuda económica, cosa que ahora entregaba bajo orden judicial, al igual que en el caso de su cuarto y último hijo, tras el cual se convenció de someterse a una vasectomía.
La cosa es que las pensiones alimenticias lo estrujaban hasta el último peso y él se las arreglaba con trabajos que se conseguía en bancos, inmobiliarias, compañías de seguros, isapres, prácticamente todo lo que vendía algo en el sector servicios. Muchos de sus ex compañeros lo recordaban con cariño y le compraban productos, para ayudarlo, desde seguros de vida hasta sitios en cementerios. Nunca había conseguido un cliente que no firmara algún contrato movido por la lástima que inspiraba. Ahora, los amigos se le estaban acabando. No podía venderles de todo a todos.
- Pero a ti no te he visto en todos estos años y te puedo vender un seguro, Jota Erre. En realidad, te quiero pedir que me lo compres, como favor -, le dijo sin retirar la mirada de un nuevo vaso de piscola, el quinto desde que se habían sentado y había comenzado a contar su historia.
- Claro, cómo no –le respondió-. Esta semana me voy de viaje por trabajo, pero te llamo a la vuelta, probablemente en dos semanas más, todavía no lo sé bien.
Era una mentira que había concebido automáticamente y sin culpa. El Paipa no se dio cuenta de nada y le sonrió agradecido.
- Pucha, qué buena onda. Gracias, Jota Erre. Te pasaste. Además, tengo un seguro de vida súper bueno para la gente que tiene que viajar por trabajo. Lo inventó Opazo, que es gerente de marketing en la empresa. ¿Te acuerdas de él? Es el hermano del Congrio Opazo, el que se murió en ese campamento.
- Sí, iba en mi patrulla. Y fue mi último campamento.
- Pobre Congrio – el Paipa levantó la vista después de un nuevo trago hacia la esquina donde se encontraba el televisor-. Yo lo maté.
lunes, 29 de octubre de 2007
miércoles, 3 de octubre de 2007
Siempre listo
La sensación cálida de protección que sintió al encontrarse entre sus viejos compañeros se desvaneció pronto. Al principio, y un poco antes de la reunión de aniversario, recordó las noches de lluvia en el sur, cuando no eran más que adolescentes tiernos compartiendo la mínima protección de una vieja y pesada carpa de lona. Había noches inclementes y el agua caía densa y pesada, pero la proximidad entre los ocho de la patrulla y la convicción de que las estacas estaban bien puestas, las cuerdas (vientos, se llaman vientos, recordó con cierta vergüenza retroactiva) bien tensas y las canaletas bien hechas imponían tranquilidad y confianza. Sentía el ruido de la lluvia, olía la humedad de la tierra, veía la penumbra de la carpa y los relámpagos que la interrumpían cada tanto.
Quería ver a los de entonces. Habían pasado más de 15 años desde su partida deshonrosa de los scouts. El tiempo había convertido sus recuerdos de esos años en la fábula idealizada de un grupo de hermanos enfrentados a la naturaleza, librados a sus propios recursos en medio de parajes indómitos. Muchos se reían de él cuando contaba que había sido scout. “Pero éramos como un grupo de hermanos que crecíamos juntos aprendiendo a sobrevivir”, se defendía. Luego contaba cómo acampaban, cocinaban, hacían sus propias cocinas con barro. “Podíamos hacer fuego con leña recogida del suelo, sin cortar árboles, y con un solo fósforo”. Podían reírse de los uniformes, de las canciones, de los gritos y de esos palos con puntas, banderines y pieles (báculos, se llaman báculos), pero había algo que él defendería siempre. Eran esas semanas del verano en que vivía en una familia sin padres, en que él y los otros aprendían a vivir por su cuenta.
En un principio, no lo había reconocido. El mismo se descolocó cuando uno de los organizadores del encuentro de viejos scouts le tendió la mano izquierda. Confundido y avergonzado, retiró la mano derecha y estrechó la izquierda del anfitrión. Creía recordar todo y se le había ido un rito tan cotidiano como el saludo con la izquierda entre los scouts. “Porque es la mano del corazón”, se explicó, intentando compensar el olvido. Su expulsión fue cuando aún no terminaba de crecer. Era más bajo y delgado, algo frágil. Ahora medía unos cinco centímetros más que el más alto y , sin ser atlético, su estampa sugería una tonicidad que muchos a su edad ya habían perdido. Sus ex compañeros la habían perdido. Los ágiles de entonces, los que subían a los árboles, los que ganaban las competencias, los que campeaban en esas horrendas peleas de pañolines (sí, eso era algo que no le gustaba entonces y que no defendería jamás), eran ahora hombres ya adultos, cansados, de hombros caídos y barrigas asomadas. Algunos lucían calvas incipientes. Aún así, el reconoció a cada uno de inmediato. No pudo dejar de concebir una sentencia pretenciosa. Pensó que los signos de la vejez son más predecibles, que no logran esconder los rasgos donde se manifiestan. Hacerse viejo, siguió diciéndose, es mucho menos sorpresivo que hacerse hombre.
Hacerse hombre. “Tienes que hacerte hombre alguna vez”, le dijeron en ese consejo donde le notificaron su expulsión. No se llamaba consejo, tampoco reunión, ni cónclave, ni aquelarre. Era algo más que no recordaba y esta vez le resultó exasperante. Se dio cuenta de que no había puesto atención a lo que decían los oradores de la ceremonia, tampoco de cómo habían pasado del patio del colegio a un auditorio donde los discursos se alternaban con mensajes de otras partes del mundo hechos llegar por internet, diaporamas y gritos de patrulla. De pronto, todos se pusieron de pie. Uno de los organizadores anunció que era el momento de cantar el himno de la tropa. Un adolescente que estaba en su misma patrulla presentó un nuevo arreglo musical para el himno, grabado por el mismo. Pulsó teclas en un reproductor de Cd y por los parlantes salió una melodía que él no reconoció. El arreglo era muy distinto del original. Llegó el momento de la primera estrofa. Estaba listo para cantar, pero no recordó el primer verso. Tampoco los que siguieron. Adivinó algunas palabras y movía los labios tratando de aparentar. Ya llegaría el coro. Cómo olvidarlo. Decía.. decía.. Aquí viene. No. Tampoco recordaba el coro. Cerró los labios y fijó la mirada en un punto indistinto del muro frente a él.
Cuando terminó el himno, se fue sin despedirse de nadie.
Quería ver a los de entonces. Habían pasado más de 15 años desde su partida deshonrosa de los scouts. El tiempo había convertido sus recuerdos de esos años en la fábula idealizada de un grupo de hermanos enfrentados a la naturaleza, librados a sus propios recursos en medio de parajes indómitos. Muchos se reían de él cuando contaba que había sido scout. “Pero éramos como un grupo de hermanos que crecíamos juntos aprendiendo a sobrevivir”, se defendía. Luego contaba cómo acampaban, cocinaban, hacían sus propias cocinas con barro. “Podíamos hacer fuego con leña recogida del suelo, sin cortar árboles, y con un solo fósforo”. Podían reírse de los uniformes, de las canciones, de los gritos y de esos palos con puntas, banderines y pieles (báculos, se llaman báculos), pero había algo que él defendería siempre. Eran esas semanas del verano en que vivía en una familia sin padres, en que él y los otros aprendían a vivir por su cuenta.
En un principio, no lo había reconocido. El mismo se descolocó cuando uno de los organizadores del encuentro de viejos scouts le tendió la mano izquierda. Confundido y avergonzado, retiró la mano derecha y estrechó la izquierda del anfitrión. Creía recordar todo y se le había ido un rito tan cotidiano como el saludo con la izquierda entre los scouts. “Porque es la mano del corazón”, se explicó, intentando compensar el olvido. Su expulsión fue cuando aún no terminaba de crecer. Era más bajo y delgado, algo frágil. Ahora medía unos cinco centímetros más que el más alto y , sin ser atlético, su estampa sugería una tonicidad que muchos a su edad ya habían perdido. Sus ex compañeros la habían perdido. Los ágiles de entonces, los que subían a los árboles, los que ganaban las competencias, los que campeaban en esas horrendas peleas de pañolines (sí, eso era algo que no le gustaba entonces y que no defendería jamás), eran ahora hombres ya adultos, cansados, de hombros caídos y barrigas asomadas. Algunos lucían calvas incipientes. Aún así, el reconoció a cada uno de inmediato. No pudo dejar de concebir una sentencia pretenciosa. Pensó que los signos de la vejez son más predecibles, que no logran esconder los rasgos donde se manifiestan. Hacerse viejo, siguió diciéndose, es mucho menos sorpresivo que hacerse hombre.
Hacerse hombre. “Tienes que hacerte hombre alguna vez”, le dijeron en ese consejo donde le notificaron su expulsión. No se llamaba consejo, tampoco reunión, ni cónclave, ni aquelarre. Era algo más que no recordaba y esta vez le resultó exasperante. Se dio cuenta de que no había puesto atención a lo que decían los oradores de la ceremonia, tampoco de cómo habían pasado del patio del colegio a un auditorio donde los discursos se alternaban con mensajes de otras partes del mundo hechos llegar por internet, diaporamas y gritos de patrulla. De pronto, todos se pusieron de pie. Uno de los organizadores anunció que era el momento de cantar el himno de la tropa. Un adolescente que estaba en su misma patrulla presentó un nuevo arreglo musical para el himno, grabado por el mismo. Pulsó teclas en un reproductor de Cd y por los parlantes salió una melodía que él no reconoció. El arreglo era muy distinto del original. Llegó el momento de la primera estrofa. Estaba listo para cantar, pero no recordó el primer verso. Tampoco los que siguieron. Adivinó algunas palabras y movía los labios tratando de aparentar. Ya llegaría el coro. Cómo olvidarlo. Decía.. decía.. Aquí viene. No. Tampoco recordaba el coro. Cerró los labios y fijó la mirada en un punto indistinto del muro frente a él.
Cuando terminó el himno, se fue sin despedirse de nadie.
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